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La Ley del Fraude Fiscal: un mal ejemplo

La Ley 11/2021, de 9 de julio, de medidas de prevención y lucha contra el fraude publicada en el BOE del pasado 10 de julio ha venido, según dice, a "luchar contra el fraude reforzando el control tributario".

En fin, palabras mágicas ante las que parece abrirse cualquier puerta pues, ¿quién se atreve a manifestarse en contra de nuevas normas que lo que pretenden es evitar el fraude fiscal? Y aquí viene el problema, porque, por esa puerta, se cuelan normas que no buscan luchar contra el fraude fiscal sino sortear, con atajos normativos, los impedimentos que la realidad, el sentido común y, finalmente, la Justicia imponen a las malas prácticas de la Administración tributaria. Entonces, lejos de superar esas exigencias con el refuerzo de los servicios y las mejoras técnicas, la reacción normativa consiste en bajar el listón exigible a la Administración Tributaria.

Lamentablemente, en esta última reforma normativa tenemos varios ejemplos de ello.

¿El más burdo? El aumento del plazo impuesto en la Ley a la Administración Tributaria para iniciar un procedimiento sancionador tras una actuación de comprobación. La Administración tenía un plazo de tres meses sólo para iniciar el procedimiento sancionador. ¿En qué ha consistido la modificación legal? En aumentar ese plazo ¡al doble!, a seis meses.

Ahora cabe preguntarse: ese cambio normativo, ¿se dirige a la lucha contra el fraude fiscal o lo que hace es revelar la incapacidad de la Administración para iniciar (¡tan solo para iniciar!) un procedimiento del que ya tiene la información necesaria obtenida en el procedimiento previo de comprobación?

¿El más grave? El establecimiento del valor de referencia para la valoración de los inmuebles.

En las transmisiones de bienes, la tributación debida se determina en función del valor del bien que se transmite. El fraude aparece cuando se declara un valor de transmisión inferior al valor del bien. La lucha contra ese fraude consiste en exigir al contribuyente que tribute conforme al valor que ese bien tiene realmente en el mercado. Para ello, la Administración, tiene que conocer y probar cual es el valor de mercado de un bien y, para ello, es imprescindible conocer las características concretas del bien que se transmite pues son precisamente las que singularizan el valor de mercado de un bien frente al resto.

Frente a esas lógicas exigencias que los tribunales vienen imponiendo a la labor comprobadora de la Administración (tributación en función de valor de mercado atendiendo a las características concretas del bien transmitido, con visita al mismo), la reacción normativa no ha consistido en dotar a la Administración de medios para cumplir con esas exigencias sino en rebajar, nuevamente, el listón exigible a la Administración. A partir de ahora, la lucha contra el fraude consiste en que la Administración inventa un nuevo valor artificial que no es el valor de mercado ("valor de referencia"), lo establece con carácter general por una misma resolución administrativa para todos los inmuebles del territorio nacional y lo aplica sin necesidad de realizar comprobación alguna del inmueble transmitido. Y que sea el contribuyente el encargado de probar que ese valor supera al de mercado.

Resulta muy difícil de entender un conjunto normativo que, por un lado, eleva el nivel de exigencia a los contribuyentes con nuevas obligaciones y sanciones y, de otro, rebaja el nivel de exigencia a una Administración Tributaria que se manifiesta incapaz de cumplir las suyas. No es un buen ejemplo. Como se suele decir, dar ejemplo no es la principal manera de influir sobre los demás. Es la única manera.

Artículo publicado en Expansión